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101 pies (2004)

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Por Javier Carlo

Foto de: Alberto Uc.

 

Fecha de publicación: 13 de agosto de 2012

Textos de antes de Razón y Palabra.

Existen momentos que parecen irreales y existen realidades que sólo aparecen por momentos.

Huatulco, Oaxaca, al menos 14 años de distancia entre uno y otro vistazo, entre las gotas de lluvia y el ambiente gris que de nueva cuenta me recordaron aquella ocasión que viajé con mi papá y mi hermano para conocer este lugar, tan distinto en ese entonces. Supongo que el pueblo de la Santa Cruz tampoco me ha de haber reconocido esa tarde de jueves.

Incluso, yo tampoco lograba reconocer bien mis pasos, en tanto que corríamos por la carretera que nos conduciría a la vereda hacia Punta Cacaluta, pues tenía tanto que no corría que no creí ser el tercero en llegar para escoger la bicicleta que me llevaría casi hasta a la playa, siendo esta una de las actividades más entretenidas que nos había preparado el equipo de Gaalho, a cargo de Guianeya, Ángel y nuestro instructor, el temerario de Javier. Y digo casi hasta la playa, casi hasta divisar el paisaje que se admira en los comerciales de la televisión, porque a fuerza de tanta arena, la llanta delantera de mi bicicleta acabó por poncharse. Luego de una que otra caída en los charcos de lodo, de los primeros arañazos con las ramas de la renovada espesura [en junio] y de esta bienvenida de lluvia caliente y gris, recargué el manubrio de mi compañera roja sobre los de aquellos que me rebasaron apenas unos cuantos metros antes de llegar a la playa.

La palabra “casi” nos acompañó en el transcurso de esa tarde. Deni y yo pecamos –quizá– de organizados, al querer seguir las enseñanzas de nuestro instructor de buceo al pie de la letra, cuando minutos después nos enfrentamos con las olas ariscas, luego de que estas nos hubieran arrebatado, primero, uno de los tubos de nuestros visores, luego los 2 visores y finalmente uno de los zapatos de aleta de mi compañera, siendo éste último el único presente que Javier pudo recuperar de la ofrenda hecha al mar en esos primeros minutos de fallida apnea. Nuestra intención fue sólo la de enjuagar el equipo. No otra. Está por demás decir que la actividad fue suspendida, al menos, en aquel desolado paraje de Punta Cacaluta, bajo una fuerte indignación de mi parte, ya que siempre he considerado al mar como a un colega y no como a un adversario, y quizá esa tarde simplemente no se encontraba de humor para que practicáramos en sus tibias aguas.

Más tarde, en la playa de La Entrega, Deni y yo, a la par que nuestros otros 6 compañeros de curso, volvimos a sortear la entrada a un mar un tanto más calmo. A diferencia del resto, ella y yo compartimos el visor y el tubo de Ángel, de tal modo que también comprendimos la importancia del apoyo y el cuidado entre compañeros, así como de la prevención en esta aventura de internarnos en las entrañas del mar. Deni hacía 3 descensos y yo 3 más, no obstante, luchaba fatigadamente con la longitud de mis aletas, las que aún no comprendían que este no era un viaje de placer, sino de entrenamiento, de tal modo que yo esperaba y seguía esperando el impulso de cada una de mis extremidades de plástico, con las que parecía estar más contrariado que de acuerdo. Esa noche salí del mar arrastrándome como un pez y recordando la clase en la que le mencioné a Alberto que estas aletas son como las novias, muy costosas y conflictivas.

El mal tiempo nos persiguió al día siguiente, no obstante, nos permitió sacar la casta a los 8 integrantes del equipo, quienes por fin vestimos de neopreno, incorporamos los tanques y los plomos, avanzamos equipados desde la playa y realizamos todas y cada una de las actividades que nos indicó Javier, a una profundidad apenas superior a los 5 metros, batallando con corrientes que despertaban enormes cúmulos de arena, bajo un espejo de agua alterado por la lluvia, el viento y el desesperar de las olas. Tanto en la primera como en la segunda inmersión, el lecho del mar se vio salpicado de estrellas, estrellas amarillas y negras, pequeños bancos de peces y el espíritu de lucha de estos aprendices de buzo. También, entre una y otra de nuestras entradas, nació la figura de Santa Guianeya de las 9 bahías y las 36 playas, haciendo alusión a la mirada optimista de nuestra líder, así como a la disposición territorial de Santa Cruz, Huatulco. Por mi parte, le pedía que ocurriera el milagro de ver salir el sol, al menos, en alguno de los 2 días posteriores. Así como de pasar todas las pruebas del curso, incluyendo la teórica.

Sábado. Racha de milagros y de sol. Las oraciones a Santa Guianeya influyeron en la apertura del puerto, comúnmente llamado dársena, y en nuestro traslado al sitio de prácticas en la embarcación de doble piso de Ángel. Tuvimos entonces, la oportunidad de contemplar algunas de las 36 playas a lo lejos y de saludar a La Bufadora, una caverna por la cual prorrumpe un chorro líquido con gran estruendo. De una u otra forma, la arena y la poca visibilidad debajo del agua se había convertido en una constante para nosotros, pero el sol estaba indudablemente allá arriba. Al menos por algún tiempo. Ese día ocurrirían cosas que nunca olvidaremos. Por mi parte, descender y darme cuenta de la sensibilidad de mis oídos, aguzados por un dolor intermitente e impredecible, mismo que me obligó a bajar con cierto retraso. Ya en el fondo, por la anécdota del anillo, el compromiso y la respiración sin regulador, justo en el momento en que Eduardo le propuso matrimonio a Marusia, en una ronda de corales. El “sí” fue inminente. La alegría incontenible. Y el contagio tal, que alcancé a divisar un fragmento de coral blanco en forma de corazón, mismo que subí conmigo cual único souvenir de este viaje, para entregárselo a mi mamá.

Arriba de la embarcación, nos esperaba Santa Guianeya de las 9 bahías y las 36 playas, tanto para bendecir a los novios como para exigirnos un acto de penitencia. El sol, cabe señalar, fue su cómplice. Luego de brindar con champaña, de los discursos y los abrazos por el recién compromiso de nuestros compañeros, los 8 aprendices fuimos bautizados conforme a las reglas de la embarcación. Sin aletas, plomos, ni tanques, Guianeya, Ángel y Javier arremetieron contra cada uno de nosotros, con agua helada por debajo del traje de neopreno, nos apalearon y en seguida nos aventaron a mar abierto, bautizándonos de manera peculiar. Para mi gusto, los nombres fueron la parte más insufrible de la penitencia. Pero a fin de cuentas todo valió la pena, porque ya entrada la noche y de regreso a la villa, los 8 pasamos el examen teórico y nos certificamos oficialmente como buzos recreativos. ¡Santa Guianeya, gracias por apiadarte de nosotros, o al menos, de mí!

Domingo. Alborada de arrogante sol y cierto desvelo, con destino a nuestro primer viaje como buzos recreativos. Nada sería igual a lo ocurrido los 3 días anteriores. Muy serio, en la proa de la embarcación, Javier nos advirtió de nuestra incursión en pleno mar abierto, de las condiciones en las cuales entraríamos esta vez al agua: ya sin boya, ni cabo de referencia, a una profundidad que no quiso revelar y con cierta inflexibilidad en sus instrucciones, que realmente nos hizo palidecer. En dado momento, sospeché ser el único que estaba espantado, pero me bastó ver los ojos de plato de mis demás compañeros para convencerme de que compartíamos los mismos sentimientos de aflicción y de que juntos llegaríamos hasta el final de este viaje. Ahora, me tocaría bajar con mi buen camarada de cuarto, Rodrigo, a quien le pedí no descender demasiado rápido debido al dolor de oídos que había experimentado el día anterior.

Una vez en el agua, tomadas las debidas precauciones, nunca olvidaré la reacción que tuvimos en el momento de consentir a la instrucción “sin este aire”, para dejarnos hundir en la enormidad del mar. Dirección 330 grados. Posibilidad de agua fría. Intranquilidad ante la cantidad de verde que podríamos ver durante el descenso.

Sin este aire. Al igual que por un cubo de elevador, todo es cuestión de mantener la calma y respirar hondo. No es posible determinar con exactitud la distancia ni la velocidad con la que tu compañero y tú bajan estando de frente, soltando determinadamente el hinchador del chaleco, viendo verde y más verde en todas direcciones, como quien se precipita en el interior de una esmeralda. Quizá, en el interior de un sueño. Doblas las piernas y sientes que las puntas de las aletas rozan el tanque de aire, lo que te hace bajar aún más rápido, pero no sabes ni cuánto ni qué tan rápido. Sólo hasta que instintivamente sacas el manómetro y empiezas a ver el profundímetro, que esta ocasión iba levantando cada vez más su aguja indicadora, como queriendo recorrer toda la circunferencia. De algo estaba completamente seguro, esta vez no serían 5 metros, es decir, 15 pies, pues la aguja se delataba incontrolablemente. 15, 20, 25, 30, 50, y sólo piensas caray, Dios, ¿hasta dónde vamos a llegar? 60, 70, 80, y quisieras pensar que sólo 5 pies más, pero sigues bajando, sigues experimentando una especie de ansiedad que a fin de cuentas te hace entrar en calma y ser parte de ese paisaje verde. 85, 90, y de repente la señal de Rodrigo de tener precaución puesto que él ya pudo divisar el fondo y era hora de frenar nuestro descenso. Deni y Javier ya estaban ahí, en el lecho marino, igual de arenoso que a 5 metros, pero con la diferencia de que éste se hallaba ni más ni menos que a 100 pies, es decir, a más de 30 metros. Y según la computadora de Javier, a 101 pies de profundidad, siendo Rodrigo y yo la segunda pareja en llegar. ¡No lo podía creer! Más impresionante aún, era no haber sentido dolor alguno en mis oídos. Ni siquiera el cambio del agua fría que, a fin de cuentas, nadie sintió. Ahora, alzas la mirada y entonces divisas a los demás, que vienen bajando, tan sorprendidos y tan rápido como tú. Tan sorprendidos y ya una vez con las rodillas en el fondo, tratando de asimilar dónde te encuentras. Pendientes de la cantidad de aire que se trae e inmediatamente después de reconocer el lugar al cual se ha llegado.

A partir de ahí todo fue magia. Una serie de burbujas y de aleteos que por primera vez me ayudaron a avanzar de forma continua, decidida y muy rápida. Adelantándome algunas veces a mi compañero. Sobrellevándolo otras. Mis aletas y yo, a 101 pies de profundidad, pudimos entendernos y ser cómplices. Pudimos bajar por largas grietas entre las rocas, observar gran cantidad de peces, plantas y estrellas de mar; palpar los indicios de que en realidad estábamos en otro mundo, tan calmos, tan serenos, tan apartados de la mediocridad y la mala voluntad que muchas veces nos asedia. Del cotidiano estrés. De la superficie del océano que en verdad es el límite entre una serie de divisiones que evolutiva y socialmente nos hemos planteado a lo largo de siglos, sin recapacitar que en este fondo marino también se encuentra parte de nuestra memoria humana.

Y entonces fui parte del verde, de la luz reflejada en las rocas, enormes como casas, de mis respiraciones que parecían hacer eco con los peces que, al igual que yo, también guardaban su distancia. Los ojos en los ojos. Y mis ojos. Y todo fue como un sueño, breve a pesar de los minutos contabilizados a nivel de mis ya olvidados pasos terrestres, del aire que parecía agonizar en el tanque que llevaba en la espalda. De Rodrigo que retrocedía queriendo ver y tocar más en esa espuma que repentinamente nos separó, que nos hizo distanciarnos uno del otro… ¡se fue! De pronto –también– vi pasar a Eduardo, hacia arriba y a gran velocidad, solo y sin Marusia, de tal modo que esta visión que me hacía sentir en una lavadora llena de burbujas, me advertía que algo no andaba del todo bien. Un minuto y no encontré a Rodrigo. Lo volví a buscar. Instintivamente aleteé, pero finalmente comprendí que una corriente nos había empujado a todos.

La luz del sol se volvía a divisar y a lo lejos, las aletas amarillas de Rodrigo y las azules de Eduardo. Pretendí entonces, ya no subir demasiado rápido y hacer la parada de descompresión, misma que me hizo perder la noción del tiempo. 30 segundos más y emergí, justo en el momento en que me cuentan que Ángel se iba a lanzar a buscarme, puesto que los de la embarcación aseguran que yo también salí de un solo jalón hasta la superficie, que vieron mis aletas y cómo luego me volví a hundir. En realidad, yo nunca sentí haber quebrado el espejo del agua con la cabeza. Aunque en este sueño, todo, absolutamente todo es posible.

Salí y después nos reunimos todos de nueva cuenta, esta vez para comentar lo impresionante de la experiencia que acabábamos de vivir. Algo inimaginable, consumadamente indescriptible, a tal profundidad y con tal expectativa, no obstante, sorprendidos por esa corriente bulliciosa que nos hizo despertar del espléndido letargo.

La aventura no acababa ahí. Luego de más de una hora de comentarios y precauciones, volvimos a bajar, a sabiendas de que éste sería el último descenso como grupo, puesto que la tarde de ese domingo, todos empezaríamos a partir de manera escalonada. Iniciando con nuestro instructor, Javier. También Rodrigo y Lizbeth. Al día siguiente, Marusia, Eduardo. Deni, Roxana y Gabriel. Finalmente, yo. Inmersión nostálgica pero no menos sorprendente, quizá carente de la gran sorpresa que nos llevamos en el primer buceo recreativo de ese día, donde nadie sabía lo que iba a ocurrir con nosotros. Quizá esa primera experiencia a 101 pies, fue el verdadero bautizo como buzos por parte del mar templado de Huatulco. El bautizo de 8 hermanos que algún recuerdo añoraremos.

Sin este aire, de nueva cuenta. Sin estas manos y probablemente sin este cuerpo, ahora a 73 pies de profundidad, repasando lo aprendido a lo largo de estos 4 días, corrigiendo en la medida de lo posible, los vicios que nos hacían ser un tanto mañosos allá en el fondo. En mi caso, usar las manos como freno. Sin embargo, me propuse evitarlo tanto como pude. Y creo haberlo logrado. En tanto, proseguí con mis descensos por las grietas que encontraba a mi paso, controlando la respiración para bajar y subir, disfrutando esta sensación inigualable de ser parte del mar por algún tiempo. Rodrigo seguía tocando y compartiendo conmigo cualquier criatura que le permitiera tomarla entre sus manos. No obstante, mi prioridad era ver, no interferir. Fue sorprendente el momento en que nos topamos con una tortuga, al lado nuestro, luego con una manta raya, debajo de nosotros, después con un pez globo completamente inflado, al que no quise posar sobre mi mano, sino hasta la próxima. Qué impresionante el lecho tapizado por enormes estrellas de color marrón, pardas y grises, tan grandes como los cojines de una sala o los respaldos de un sillón. Y antes de salir, qué fantástico mi encuentro con un enorme banco de peces multicolor: amarillos, azules, rojos, pardos, en fin… tantos que giraban a mi alrededor, a la par que yo también giraba sobre mi eje, preparándome para subir a la superficie. Experimentando una paz indescriptible que aún en estos momentos es capaz de conmoverme.

Experimentado una paz y una tranquilidad que sólo es comparable con la caminata que hice el año pasado con mi mamá, a lo largo de la playa de La Salobreña, al pie de mi entrañable Cabo de Gata, en España. Esta vez, siendo parte de la sal, del color y de la luz filtrada en el mar, proveniente de todos los recuerdos que también me rodearon en tanto que iba ascendiendo.

El cielo escarchado de espuma de mar y mar. Tan arriba las nubes.

_____________________________________

JAVIER CARLO. Maestro en Administración de Tecnologías de Información por parte del Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey (ITESM), México, y Maestro en Comunicación por parte de la Universidad Internacional de Andalucía (UIA), España. Licenciado en Ciencias de la Comunicación egresado del ITESM; cuenta con estudios sobre publicidad, desarrollo de proyectos, psicología social y antropología de las organizaciones.

Estratega en comunicación y catedrático. Su experiencia profesional abarca el diseño de programas educativos a nivel superior y la docencia; así como el marketing para medios y el desarrollo de proyectos audiovisuales.

Actualmente es colaborador del Tecnológico de Monterrey, y gestor de proyectos de comunicación.

Contacto:
http://cafeycatedra.blogspot.mx/
jcarlomena@gmail.com
facebook: Javier Carlo
twitter: @javocarlo

[*] Fotografía: Alberto Uc.

 

 


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